Fundador junto a Rufino Hernández de AH Asociados y catedrático de Proyectos Arquitectónicos de la Universidad de Navarra, es un conversador culto y enérgico. Sus reflexiones fluyen con firmeza, cohesionando con sentido y claridad referencias del pasado y del presente, desvelando una mirada y un pensamiento muy lúcidos. Durante esta entrevista, hablamos sobre la práctica y la teoría y la importancia de un posicionamiento crítico individual y colectivo basado en la continuidad y el rigor de la disciplina, una perspectiva desde la que garantizar una constante estabilidad y actualidad para la arquitectura y su ejercicio.

¿Qué te condujo hacia la Arquitectura?

Lo cierto es que originalmente yo no tenía la menor intención de ser arquitecto. En mi familia no había ninguna tradición arquitectónica y mi padre tenía la ilusión de que yo llegara a ser notario. Me gustaba pintar – de hecho, mi madre también lo hacía- y la carrera que yo quería estudiar era Bellas Artes. Conseguí una beca para cursar esta carrera en Barcelona, que simultanearía con la de Arquitectura, para acceder al deseo paterno de estudiar una carrera ‘seria’.

Por aquel entonces, los años tan convulsos previos a la muerte de Franco, la escuela de Barcelona fue cerrada por su entonces director, Javier Carvajal, en una decisión que le acarreó muchos enemigos dentro del claustro académico. Cerradas así mis posibilidades de instalarme en Barcelona, me matriculé en la Universidad de Navarra para estudiar Arquitectura, pero aún con la firme decisión de seguir pintando. Sin embargo, en el segundo año de la carrera tuve como profesor a Curro Inza y resultó algo absolutamente decisivo: la arquitectura se convirtió en mi pasión, abandoné la pintura y, en adelante, ya sólo tuve vida para ella.

Al año siguiente comencé a colaborar en el estudio de Curro que fue, sin duda, una figura que me influyó enormemente. También lo fue Javier Carvajal, que llegó a Pamplona a su muerte y de quien fui ayudante durante seis años. Javier dirigió mi tesis y, mientras la redactaba, trabajé en su estudio de Madrid.

Así que, en síntesis, puede decirse que me hice arquitecto por casualidad, ya que de partida no tenía una vocación clara, aunque opté por esa carrera frente a la ingeniería por su vertiente artística y por culpa de un trabajo escolar donde descubrí la figura de Frank Lloyd Wright.

Rehabilitación Antigua Biblioteca. Monasterio de Fitero (Navarra). Fotografía: Josema Cutillas

En tu labor profesional también ha tenido una importancia fundamental el ejercicio de la docencia. Te repetiré la misma pregunta, ¿Qué te condujo a ella?

Creo que la pasión por la arquitectura y la enseñanza de esta me atraparon casi al unísono. Aún era estudiante cuando Javier Carvajal me convocó en 1977 para que fuera su ayudante en la cátedra de Pamplona.

Mi padre era maestro y siempre tuve muy clara la necesidad de formarme y la importancia del mundo académico, así que, una vez concluida la carrera, más que obsesionarme por comenzar a ejercer la arquitectura profesionalmente lo antes posible, me centré en proseguir mi formación docente: hice mi tesis doctoral y me fui dos años a la Universidad de Columbia (EE.UU) con una beca Fulbright.

¿Cómo fue esa prolongación de tu formación allí?

Pasé un primer año como visiting scholar trabajando temas de investigación junto a Kenneth Frampton. Luego cursé un máster en teoría y diseño, una experiencia también interesante porque me permitió conocer desde dentro el sistema educativo norteamericano, muy distinto del modelo español del que yo procedía, ya que era mucho más abierto y basado en pequeños grupos. Ahí tuve el privilegio de tener como profesores a Frampton, Peter Eisenman, Steven Holl, Rafael Viñoly y Richard Meier; pero sobre todo fue la ocasión (ya que Columbia permitía al alumno hacer su propia selección de materias) de tomar cursos con figuras como Julius Posener, James Ackerman, Romaldo Giurgola… Una experiencia absolutamente extraordinaria de la que destaco justamente el hecho de haber podido vivirla como alumno y como Teaching Assistant, lo que confirmó definitivamente mi vocación.

Escogiste regresar a España tras concluir esa estancia allí.

Sí, aunque tuve la oportunidad de quedarme en Estados Unidos, puesto que Rafael Viñoly, Richard Meier y Peter Eisenman me ofrecieron trabajo. Leopoldo Gil, que era entonces el director de la escuela de arquitectura de Pamplona, estaba muy interesado en que yo me incorporara al claustro y, tras regresar, rápidamente me encontré dando clases en paralelo con mis antiguos maestros.

74 VPO en Lezkairu, Pamplona. Fotografía: Josema Cutillas

¿Cómo influyó la ‘experiencia americana’ en tu regreso?

Los estudios de Javier Carvajal y Francisco de Inza, donde yo había colaborado, se regían por estructuras de trabajo piramidales muy tradicionales. En Estados Unidos me había sido posible familiarizarme con otros modelos. Estando allí, había tenido trato personal con Eli Attia, que había sido jefe de la oficina de Philip Johnson y estaba también al frente de una oficina propia que contaba con unos treinta trabajadores. Esta oficina encarnaba claramente un modelo muy diferente al que yo había conocido aquí. Cuando yo regreso, en torno al año 1985, España estaba inmersa en un proceso de cambio y me di cuenta de que era necesario aplicar un nuevo modelo, que el tiempo de aquel modelo tradicional ya había pasado.

Por otro lado, mis años de universidad habían coincidido con los últimos vestigios del funcionalismo. La escuela estaba muy basada en el Arte de proyectar en arquitectura de Ernst Neufert y había una cierta obsesión por programas, organigramas, etcétera, pero no se atendía suficientemente a todo lo relativo al contexto y a los procesos creativos. Se asumía que lo creativo era una especie de dimensión críptica y que lo fundamental eran aquellas cuestiones de diagramas y definiciones funcionales… El discurso sobre la ciudad de Aldo Rossi y Rob Krier nos había influido mucho, pero también las figuras de Louis Kahn y Christopher Alexander, así que el tema de los procesos creativos devino una de mis principales preocupaciones.

Las cuestiones que me planteaba eran: cómo dotar de coherencia al proceso creativo y cómo enseñar al alumno a hacer arquitectura a través de mecanismos que garantizaran unos resultados satisfactorios. Inza hablaba ya de ello, pero de una manera que podríamos definir como ‘muy artística’, rindiéndose ante lo emotivo o aleatorio de ese proceso. Por mi parte, yo creía que era posible ordenar todo eso, incluso teniendo en cuenta que razón y emoción se alternan, y trabajan conjuntamente para construir una teoría del proyecto. Eso fue importante desde el principio. También el impacto del curso denominado A Genealogy of Modern Architecture. Comparative Critical Analysis de Kenneth Frampton, donde se destacaba la importancia de la construcción como mecanismo de proyecto, de tal manera que el proyecto se construye, no se dibuja a pesar de la presión mediática de las arquitecturas dibujadas del momento postmoderno (impronta heredada de Javier Carvajal, un gran constructor); y también habían dejado en mí una honda huella la calidad constructiva de las obras de Louis Kahn y Eero Saarinen, ambos figuras con una extraordinaria capacidad teórica, pero sobre todo con un enorme sentido de lo constructivo.

Arquitectura se define para mí como la construcción de forma y espacio bajo un orden. La construcción es un instrumento absolutamente fundamental y, aunque ahora como en los sesenta parece más importante la semántica que la sintaxis, la incorporo en la docencia del proyecto y en el proceso de proyecto como un tema casi obsesivo. Mi objetivo era también llevar al alumno al convencimiento de que, igual que en el mundo de la literatura hay técnicas de escritura, en la arquitectura también hay técnicas de invención y mecanismos para superar el famoso síndrome del papel en blanco y que, mediante una secuencia que inevitablemente necesita de un análisis, síntesis y desarrollo, realmente es posible ir desarrollando en el proceso del proyecto todas las capacidades creativas que uno posee.

En medio de todo ello, en la medida en que se pone énfasis en los procesos y la capacidad para definirlos y gestionarlos, es mucho más fácil articular un equipo que pueda trabajar alrededor de ellos, porque aquello que lo guía no es un arranque de inspiración personal e intransferible tenido a las tres de la mañana y del que resulta un detalle constructivo, sino que este es el resultado de un proceso mucho más ordenado y compartido, aunque no por ello menos creativo.

Regresé de Estados Unidos convencido que era imposible hacer arquitectura con un equipo de menos de treinta personas, aunque respeto muchísimo a quien desarrolla su trabajo prácticamente en solitario. De hecho, entiendo ambos modelos; me resulta más difícil entender una situación intermedia entre ellos: la que no encarna un trabajo de equipo ni tampoco la figura del artesano que, aunque incorpore a su trabajo las últimas tecnologías, mantiene el carácter de trabajador manual que tradicionalmente ha tenido.

Museo de la Viña y el Vino en Olite (Navarra). Fotografía: Josema Cutillas

Este relato de tu experiencia de formación en Estados Unidos me hace pensar en los profundos cambios que la universidad estadounidense ha atravesado en estas décadas. Podría decirse que, a fuerza de tensar su intelectualización, la academia norteamericana ha extraviado la dirección de sus búsquedas o las ha conducido a territorios que la alejan del pragmatismo y la genuina realidad. Quizá ese sea el motivo por el que en estas décadas recientes no hayan surgido arquitectos norteamericanos verdaderamente destacables.

Creo que es una deriva que podía ya comenzarse a intuir en la década de 1980 y que se intensificó en la década de los 90 y al inicio de este siglo.

Sucedió algo que también puede llegar a producirse aquí: que el mundo de la arquitectura quede dominado por académicos, personas que escriben sobre arquitectura, pero que no tienen ninguna relación directa con su práctica. Frente a figuras como Kenneth Frampton, historiador y crítico, pero que estuvo varios años dedicado al ejercicio práctico de la arquitectura, comenzaron a proliferar académicos o profesores cuya única actividad práctica son los eventos: es decir, dan conferencias, organizan exposiciones, asisten a bienales… pero no construyen, de manera que utilizan la arquitectura como un mecanismo para generar una obra ‘artística’ donde el genio constructor del arquitecto desaparece por completo. Con el desarrollo de los medios digitales estas operaciones se han ampliado tremendamente.

Romaldo Giurgola, Steven Holl, Rafael Viñoly, Peter Eisenman…eran figuras muy diversas en las que se daba aún un equilibrio entre reflexión y práctica. Todavía los profesores que trabajaban desde el mundo puramente teórico se mantenían en ese ámbito, no dominaban todo el campo; pero hoy, arquitectos que no tienen trabajo en el mundo profesional porque no cumplen los requisitos exigidos en Estados Unidos para la práctica profesional y han renunciado por ello a construir, se convierten en full-time professors y hacen de las aulas su ‘campo arquitectónico’, volcando ahí todas sus obsesiones, que sus alumnos hacen propias a su vez.

Si se trata de personajes con un cierto carisma, es muy fácil convertir en mito a individuos que nunca se han enfrentado al reto personal y colectivo que supone construir una obra de arquitectura. La consecuencia de esto es que las escuelas vayan progresivamente aislándose y se transformen en una especie de urnas, un mundo alternativo que muy poco sabe de situaciones reales. Es una situación que está extendiéndose, porque no hay más que echar un vistazo a la última Bienal de Arquitectura de Venecia, que refleja cómo en el mundo académico se están volcando toda una serie de tópicos y relatos que tienen que ver con agendas sociopolíticas y se han abandonado totalmente los problemas relacionados con la producción arquitectónica y la reflexión que sobre el mundo actual puede hacerse desde la arquitectura, un trabajo al que no debemos renunciar.

Me interesa mucho lo que está sucediendo en América, pero en la otra América: la del Sur. La arquitectura que he podido ver en una reciente visita a Nueva York me ha dejado indiferente, me parece una especie de late postmodernism (parafraseando el título del libro que Arthur Drexler publicó en los años 60). En cambio, la arquitectura que está haciéndose en Iberoamérica me interesa porque en ella sí que veo vida. Los arquitectos están resolviendo problemas reales y no discursos impostados.

Civivox, Mendillorri (Pamplona). Fotografía: Josema Cutillas

Esta especie de endogamia intelectual afecta también a los críticos y nutre este estado de producción de una realidad ficticia o impostada. Pienso en los dos últimos montajes que España ha presentado en su pabellón en la Bienal de Arquitectura de Venecia y cómo confirman que tampoco los discursos o reflexiones que se plantean desde las instituciones políticas están atendiendo verdaderamente a la realidad. Hoy hay en España una generación de arquitectos jóvenes que cuenta con excelentes representantes, que prosiguen la línea de prestigio de las generaciones que los preceden; sin embargo, en lugar de convocar a esta arquitectura y sus artífices, se presentan instalaciones y montajes que divagan y conceptualizan temas que poco o nada tienen que ver con el mundo real en que se está construyendo y se necesita la arquitectura.

Exactamente. No están mostrando las agendas ni las preocupaciones reales de la arquitectura de hoy. Es cierto que hay una preocupación genérica por la sostenibilidad, por construir para el siglo XXI…pero, en vez de mostrar la variedad y riqueza de las soluciones posibles, lo que se está mostrando es una especie de deleite en el caos. Y la cuestión es que este deleite en el caos tampoco constituye nada novedoso: el mundo siempre ha sido anárquico, complejo, y ante cualquier reto siempre descubrimos un caos primigenio sobre el que los arquitectos tratamos de poner orden al ofrecer una solución que defina un marco en el que la vida pueda desarrollarse.

Sostengo la tesis de que cada cuatro décadas se repite un ciclo o fenómeno concreto.  A comienzos de los años 70, en rechazo a toda la época funcionalista precedente y coincidiendo con los restos de Mayo del 68 y los profundos debates sobre el capitalismo tecnocrático de los años 60, se produjo un cambio de tendencia. Consecuencia de esa revolución, entre hippy y sociológica, la arquitectura dejó de ser arquitectura. No podía hablarse de Mies ni de Aalto y aún menos de Le Corbusier, que estaba particularmente censurado, cancelado diríamos hoy. Las revistas de arquitectura se convirtieron en publicaciones de sociología, economía, política…en las que los arquitectos ofrecían soluciones para ámbitos de los cuales no tenían el menor conocimiento. Otro tanto sucede en la actualidad: los arquitectos quieren ser políticos y sociólogos, quieren definir las formas de habitar…

La historia se repite.

Todo esto que vemos hoy suena a viejo y, como sucedió entonces, dentro de un tiempo surgirá una protesta que exigirá un regreso a lo disciplinar, tal y como pasó a finales de la década de 1970. Este retorno se producirá y tendrá claves propias, diferentes a las de entonces, que superarán la preocupación por la sostenibilidad y la energía (que también estaban ya presentes en aquellos años)… y reivindicarán la labor propia del arquitecto: hacer ciudad, crear espacio, construir y dignificar el lugar que habitamos…

Intervención en el Santuario de Arantzazu (Gipuzkoa). Fotografía: Aitor Aramburu

Mi impresión tras visitar la última edición de la Bienal de Arquitectura de Venecia es que va a ser muy difícil dejar atrás o poner en un firme cuestionamiento todas estas ideas e ideologías que están alienando a la arquitectura de sus propias circunstancias reales.

En esa década de la que estoy hablándote también parecía muy complicado salir de aquellas dinámicas. Quienes propugnábamos una continuidad del discurso moderno adaptado a unos valores de entorno, veíamos casi imposible salir de aquel debate. Sin embargo, al cabo de pocos años todo aquello terminó.

Siempre es preciso disponer de escritos y libros donde se recoja un pensamiento que sea capaz de articular un nuevo discurso y, sinceramente, en este momento soy incapaz de identificar un texto que esté planteando sólidamente una reconstrucción del discurso arquitectónico, el cual debe necesariamente ser continuista. Un discurso que extienda la conexión entre modernidad y posmodernidad más allá de los valores del entorno y el contexto donde Rafael Moneo ha sido una figura clave, pero no logro encontrar otra equivalente en el discurso actual.

Respecto a los montajes del pabellón español en las recientes ediciones de la Bienal de Venecia que antes mencionabas, mi impresión es que son propuestas que, antes que activar una necesaria catarsis, están siendo reflejo de una deriva suicida que nos lleva a la irrelevancia. En mi opinión, en España tenemos una incapacidad innata para la formulación teórica y, cuando la forzamos, tal impostura hace que perdamos la potencia de nuestras obras construidas, que aportan ideas de arquitectura por sí mismas.

Del mismo modo que en un momento no muy lejano la exhibición del star-system llegó a un punto de saturación, creo que tampoco tiene más recorrido el ideario que sostiene ese tipo de encuentros y debates que están protagonizando la actualidad.

Misterio. Santuario de Arantzazu (Gipuzkoa). Fotografía: Josema Cutillas

El producto de esa era del star-system fue el llamado «edificio icónico». Tras la crisis de 2008 se ha abogado por una arquitectura de materialidad y estética austera que, en señal de rechazo hacia ese concepto y lo que la saturación de ese tipo de edificios significaba ideológicamente, se excede en ocasiones en su contención y se niega a afirmar su carisma o presencia. En mi opinión, es un extremo erróneo. ¿Cómo es posible volver a reivindicar la arquitectura desde los propios edificios y no tanto de los relatos académicos y mediáticos?

La arquitectura posee sus propios mecanismos expresivos y son estos los que la dotan de pervivencia. Esto es algo que puede comprobarse en todas esas obras que uno visita y sucesivamente revisita, y que siguen revelando nuevos valores sin necesidad de apoyarse en discursos parasitarios.

Se puede leer y escribir sobre Coderch, por ejemplo, pero, cada vez que se visita una de sus obras, sus valores están ahí y se aprecian al margen de todas esas reflexiones existentes sobre su arquitectura. Pensemos además en el escaso discurso que envolvía a esas obras, que eran fundamentalmente el fruto del trabajo de arquitectos haciendo aquello que estimaban que era lo necesario en aquel específico momento.

En esa generación existía un interés por modernizar la sociedad, pero su discurso no era falsamente moderno. No era un discurso artificioso. Pienso que la arquitectura no debe renunciar a sus capacidades expresivas, pero sí debe olvidarse de los discursos impostados.

Hablaba antes de los procesos y cómo están a menudo sostenidos por una idea, a veces individual y otras veces colectiva, que es la que va guiando y mandando sobre el proyecto. Así, el proyecto se mantiene fiel a esa idea sustentadora, una idea de arquitectura que tiene rigor y complejidad, pero también dimensión, consistencia, carácter… Esto es algo que no podemos perder. Una obra de arquitectura no tiene interés por ser algo que ‘se deja hacer’ por medio de mecanismos ideológicos o tecnológicos. Nada sucede por casualidad, sino que tiene que haber un empeño por mostrar una idea arquitectónica a través de la propia arquitectura. Una arquitectura que no es pura edificación, sino idea construida. Una idea que utiliza los mecanismos propios del arte arquitectónico para ser expresada.

Estoy también plenamente convencido de que la arquitectura debe recuperar su presencia: su presencia urbana, su presencia institucional.

ERICSSON-LABEIN BTC. Fotografía: Josema Cutillas

Quizá esta delicada situación actual esté íntimamente unida al hecho de que las propias instituciones han sido degradadas y han perdido su carácter. Hay toda una diversidad de elementos institucionales que han desaparecido o se han debilitado y que no hemos sido capaces de sustituir ni reinterpretar; de ahí que, lógicamente, se haya producido una pérdida de capacidad representativa de determinadas instituciones. Kahn lo sintetizaba con precisión al manifestar que toda obra de arquitectura es una ofrenda a la idea de arquitectura. Por ejemplo, una iglesia es una idea del espacio religioso que tiene una larguísima historia y que, al construirse hoy, se debe reinterpretar, haciendo así una ofrenda actualizada a la historia de ese espacio religioso. Sin embargo, si se carece de la voluntad de representar esa institución histórica, la arquitectura dejará de tener los valores asociados a su propio arte.

Entramos aquí en un problema interesante: ese desprecio por la memoria y la historia que sienten todos esos jóvenes agresivos de la, llamémosla, ‘última hornada’; una situación que hace ver la necesidad de recuperar la historia y la memoria, incluyendo ahí la historia disciplinar. Creo que ahí se encuentra la clave, porque, en la medida en que se recupera la memoria, se recoge también el valor de esas tradiciones que han estado presentes a lo largo de la historia. Sin embargo, nos encontramos en este momento en el que todo parece estar inventándose desde cero, cuando la realidad es que muchas de esas propuestas planteadas por estos neomodernos de hoy en día ya existieron en los años 60 y comienzos de los 70, y demostraron ser un fracaso al despreciar miles de años de historia que nos acompañan. Ese es el motivo por el que están apareciendo voces como las de Emilio Lledó o el recientemente fallecido Nuccio Ordine, apelando a recuperar a los clásicos y volver a leerlos. No descarto que ese mismo movimiento también se traduzca al mundo del arte y la arquitectura.

Concluyendo con un vistazo a la realidad inmediata. ¿Crees que la pandemia ha incidido y transformado la forma de pensar sobre la vivienda, la ciudad…?

Soy de la opinión de que fue una circunstancia que nos cambió muy poco. Tenemos una enorme capacidad de olvidar, y aún más los malos momentos. No obstante, creo que algo sí produjo.

En primer lugar, hizo reales ciertas necesidades que habían estado presentes en muchos otros momentos, como la necesidad de combinar en la vivienda espacio interior y exterior, hacer que la casa sea un paisaje habitable (una combinación de lugares diferentes, distintas atmósferas…). Creo que esto sí es un aspecto que ha venido para quedarse, como la voluntad de recuperar la tan denostada terraza, que fue eliminada en los años 80. Otro elemento importante ha sido entender más claramente que la ciudad es fundamentalmente un lugar de encuentro y cuidar la escala de esos lugares de encuentro es clave para hacerla más habitable.

70 Viviendas VPO en Buztintxuri (Pamplona). Fotografía: Pedro Pegenaute

Hemos aprendido que los espacios de relación son fundamentales. La dimensión relacional de la arquitectura es esencial porque la arquitectura se relaciona con un lugar, una función, una técnica, una cultura…y por lo tanto no puede ser objetual. Al no ser objetual tampoco puede ser meramente conceptual (aunque un edificio parezca un objeto tras el cual hay un concepto) porque lo que la arquitectura siempre despliega son acciones relacionales. Y diría que todos esos movimientos ideológicos más actuales de los que hemos estado hablando durante esta conversación en realidad están proponiendo una reflexión sobre esto; sin embargo, están perdiendo la perspectiva, olvidando que la respuesta que debemos dar los arquitectos debe ser proporcionada mediante las herramientas que siempre hemos tenido. Como decía antes: lo que los arquitectos sabemos hacer es construir forma y espacio bajo un orden. Y saber esto no es poco.