Edificios y pensamiento construidos con rigor son la seña de identidad de Miguel Ángel Díaz Camacho. Su arquitectura se posiciona sin retóricas ni etiquetas frente a las problemáticas de nuestro tiempo y los desafíos que estas plantean de manera colectiva. Su perfil habla también a las claras de un nuevo modelo de arquitecto, plenamente consciente de su responsabilidad hacia la sociedad y el mundo en que vive.

Eres uno de los pioneros de la reivindicación del concepto de «sostenibilidad» en la arquitectura española actual. ¿Cómo comenzó tu interés por ello?

César Ruiz-Larrea nos seleccionó a varios estudiantes de arquitectura para ayudar en un concurso. Y se ganó.

Recuerdo que mientras esperaba a que nos recibiera el día que nos convocó para la entrevista en su estudio, estuve mirando con detenimiento los planos impresos del ITER, un edificio bioclimático que se proyectó en Tenerife. Hojeándolos, observé que había dobles muros por los que circulaba el aire, dobles cubiertas, aerogeneradores, materiales locales… me di cuenta de que estaba a punto de acabar la carrera y ningún profesor me había hablado hasta entonces de que el muro estructural también puede cumplir una función de climatización pasiva.

Nos encontrábamos a finales de la década de 1990: Frank Gehry acababa de construir el Guggenheim de Bilbao, Zaha Hadid comenzaba a ser reconocida internacionalmente, Herzog & de Meuron destacaban entonces con aquellas cajas de suma precisión… El boom de la arquitectura-estrella estaba a punto de eclosionar y la formación que recibíamos estaba orientada -de alguna manera- a fomentar aquella idea de una arquitectura de autor, a alentar el perfil único del arquitecto “virtuoso”, capaz de resolver únicamente por su talento y por sí solo, un proyecto de enorme complejidad y múltiples afectaciones.

César nos habló en aquella entrevista de su particular interés por la arquitectura bioclimática (en aquel momento aún no se empleaba el término «sostenibilidad»).  Después, terminada mi colaboración para aquel concurso, continué trabajando en su despacho, cada vez más interesado por aquel tipo de arquitectura sobre el que yo no sabía nada y que surgía de despachos pequeños como este, artesanos, comprometidos con la arquitectura con una perspectiva al mismo tiempo cultural y ambiental.

Indudablemente, Ruiz-Larrea debe ser considerado un precursor clave en la forma de comprender y aplicar eso que hoy es denominado «arquitectura sostenible».

César es un gran amante de la arquitectura sin etiquetas. En el estudio se habla únicamente de «arquitectura». Están muy involucrados en lo que constituye el centro de la arquitectura y, precisamente por eso, uno de los retos que siempre les ha importado especialmente es de los problemas de la sociedad contemporánea, entre los que se cuenta el desafío ambiental.

Como algunas personas de ámbitos diversos durante el transcurso del siglo XX, César fue parte de esa generación que supo advertir anticipadamente el riesgo del cambio climático ante el que ahora mismo nos encontramos. Muchos arquitectos pueden creer que ese es un problema que concierne más a la industria, o al transporte, o que la buena arquitectura tiende a ser sostenible per se; nosotros entendemos que el sector de la construcción en su conjunto debe posicionarse, avanzar y tomar acciones concretas ante ello.

Para aquel estudiante de veinticuatro años que yo era entonces, conocer a una persona con tantas ganas de enseñar como César fue profundamente inspirador. Él me ayudó a trazar una visión que, posteriormente, yo he ido desarrollando con mis propias ideas y herramientas.

¿La acción humana es enteramente responsable de esta situación de cambio climático que estamos afrontando? Echando un vistazo a la historia del planeta, veremos fenómenos como el Periodo Cálido Medieval (ca. 900-1300) o la Pequeña Edad del Hielo (comienzos s.XIV- mediados s.XIX), procesos de cambio climático enteramente atribuibles a causas naturales.

Los cilindros de hielo que están extrayéndose en la Antártida nos muestran la composición de la atmósfera del último millón de años y reflejan cómo el cambio climático ha sido una constante: se han dado periodos de glaciación y periodos cálidos que en este último millón de años han ido alternando con una periodicidad de entre 50.000 y 100.000 años. En el pico más alto siempre se ha dado como máximo una concentración de carbono de tres partes por millón (ppm) en los periodos cálidos y de ciento cincuenta ppm en los fríos. En 1850 ese pico de 300 ppm que nunca hasta entonces se había superado se pone en vertical en dirección ascendente hasta nuestros días. Lo único que ha cambiado drásticamente desde ese año hasta la actualidad ha sido la actividad humana, generando energía a través de los combustibles fósiles. Esto significa que esa acción humana no ha producido el cambio climático, porque el cambio climático forma parte intrínseca del funcionamiento de este planeta, pero sí es responsable de la alteración grave -con consecuencias impredecibles- de esos ciclos.

Esto es algo que está científicamente medido y demostrado, quien quiera lo puede comprobar en bases de datos de instituciones científicas en todo el Mundo. Hay muchísimos estudios y datos que nos brindan hoy un conocimiento exhaustivo y riguroso. Lo único que está en nuestra mano es reducir al máximo posible la cantidad de CO2 que emitimos. Por eso la Unión Europea toma las emisiones de CO2 como medida esencial. El problema no es tanto el consumo de energía, sino esas emisiones, aunque evidentemente hay una conexión directa entre ambas cuestiones cuando la energía procede de fuentes fósiles.

¿Es posible alcanzar un nivel de emisión 0?

Ese es el objetivo, posiblemente difícil de alcanzar a corto plazo. Esa es la conclusión a la que he llegado tras haber estudiado concienzudamente este tema. No creo que sea una meta que logremos alcanzar en este siglo. La perspectiva optimista plantea que, si desde este momento comenzamos a trabajar con gran esfuerzo, es posible que la curva comience a descender lentamente hacia finales de siglo.

Es imposible alcanzar un nivel de emisión cero en el corto plazo, únicamente estamos tratando de compensar. Los mecanismos de compensación que se han establecido en los mercados internacionales son un medio de efecto calmante, pero no deben ser el objetivo final. El reto es llegar a una actividad que sea capaz de transformar todos sus procesos, y este es justamente el punto donde se hace evidente que los arquitectos vamos a tener que repensar por completo nuestras formas de operar. Todo esto va a llevarnos algún tiempo, seguramente todo este siglo.

Has considerado estudiar el cambio climático una tarea obligatoria.

Es algo que pocos arquitectos han estudiado a fondo porque es un tema que pertenece al campo de las Ciencias de la Atmósfera, que implica aspectos sobre Química, Ciencias Ambientales, Astrofísica…y toda una serie de ámbitos sobre los que los arquitectos carecemos de conocimientos de base. No obstante, he tratado de hacer todo lo posible por estudiar e informarme, y creo sería positivo contar con información contrastable, no solo para arquitectos, si no para la sociedad en su conjunto.

Planteándolo grosso modo, ante este escenario, ¿conviene abandonar la tecnología o bien convertirla en un medio que contribuya de manera activa a esa reducción de emisiones de CO2?

Habría aún una tercera vía, que sería un híbrido de las dos.

Hay estudios de arquitectura muy interesantes que parecen estar regresando a una especie de arquitectura vernácula, que se construye con un mínimo de materiales y prácticamente sin tecnología, y que además remite a las estructuras murarias ­es decir, a la estructura como principal configurador del espacio­, a las texturas desnudas, incluso a la falta de acabados. Un tipo de construcción que quizá pudiéramos denominar «neoprimitiva», sintetizando el concepto de “futuro primitivo” utilizado por Sou Fujimoto. Esta es una vía posible.

Otra vía posible sería la que está más centrada en la industrialización de los procesos, en la que trabajar con modelos BIM, que permiten crear familias de productos o de componentes que podrán ser mecanizados y reutilizados al final de su vida útil y entrar así dentro de la lógica de la economía circular. Materiales como la madera, ahora en auge, se llevan muy bien con estos procesos, que pueden tener su origen en una materia prima “cultivada” en origen como sumidero de carbono. En este segundo caso, la tecnología aplicada a organismos vivos es un campo por explorar: la biotecnología presenta un enorme potencial de desarrollo para la arquitectura.

El neoprimitivismo implica la recuperación de un trabajo artesanal, muy vinculado a esa idea de “El artesano” sobre la que reflexiona Richard Sennett, y tiene también que ver con la realidad de aquellos que nos dedicamos a un trabajo que se ha hecho -aún se hace- con las manos, como es la arquitectura. Asimismo, en lo artesano, en lo manual, hay algo intangible, que añade capas de información que quizá aún desconocemos. Si colocamos ante un músico profesional un Stradivarius original y una copia hecha con total precisión, con toda la tecnología a nuestro alcance, el músico distinguirá el auténtico sin vacilar. En la artesanía existen secretos que aún desconocemos.

Personalmente, veo abiertos esos dos caminos: el de esa valorización de lo artesano en este mundo lleno de ruido tecnológico y el de ese otro ligado a la investigación biotecnológica, ahora abordado desde la industrialización y la economía circular a partir de nuevos materiales y procesos orgánicos. Ambos pueden convivir en el tiempo. Una casa en un pequeño pueblo de montaña admite perfectamente esa primera opción, mientras que para la construcción de un edificio de oficinas en altura en una gran ciudad tal vez tenga más sentido la segunda.

Se trata de poner en valor ambos modelos, los cuales tienen – o deberían tener- en común la voluntad de aprovechar al máximo las condiciones climáticas del lugar, los materiales locales, un concienzudo estudio de las específicas condiciones del lugar en que se está trabajando, el lugar, la orientación, la relación con el afuera, la escala…Todo aquello que de hecho ha sido siempre la arquitectura y ahora, sobre todo, la rehabilitación.

Aunque lo considero igualmente una opción de gran sensatez, lo que me preocupa de esta aproximación neoprimitiva es el hecho de que en un contexto como el de España, donde la mano de obra artesana tiene un precio elevado, este tipo de construcciones se conviertan en una especie de delicatessen arquitectónica. Excepciones que finalmente no lleven a que se implante de manera generalizada esta manera de hacer beneficiosa para hacer frente a esta situación actual de urgencia. Como señalas, es clave que sepamos muy bien dónde nos estamos ubicando a la hora de hacer arquitectura para poder plantear soluciones coherentes.

Estoy totalmente de acuerdo.

Recuerdo una entrevista a Renzo Piano en la que hablaba de la propuesta que recibió de New York Times para encargarle la construcción de la nueva sede del periódico en Manhattan. Piano contaba que les planteó que, si las oficinas de la redacción iban a ocupar un tercio de la torre, podían alquilar o vender los otros dos restantes, de manera que la operación acabase no suponiéndoles ningún gasto. Otra de las decisiones que tomó fue construir un rascacielos blanco con lamas cerámicas, un doble cerramiento muy distinto al clásico edificio oscuro de acero y cristal. Es un caso que ejemplifica cómo la inteligencia debe configurarse en cada proyecto, que no vale operar con una receta general que sólo funciona en determinados contextos.

Creo mucho en la creatividad al servicio del conocimiento y no en las recetas genéricas que, no obstante, entiendo permiten afianzar un perfil corporativo bien definido. En cualquier caso, es muy complicado escaparse de esa tendencia a poner etiquetas a todo que caracteriza a este mundo en que vivimos. Mi propia arquitectura lleva puesta la etiqueta de «sostenibilidad».

Valorabas antes que César Ruiz-Larrea hablase de «arquitectura» a secas, en el mejor sentido de esta expresión, eludiendo acompañar la palabra de cualquier etiqueta. ¿Te incomoda de algún modo que a tu arquitectura se le haya puesto esa?

Siempre he hablado sencillamente de «arquitectura», de hecho, mi tesis doctoral trataba sobre la obra de Alejandro de la Sota. Desde el principio hemos asumido el reto ambiental que implica el ejercicio de la construcción y acepto con gusto esa etiqueta, ahora muy popular. Sin embargo, en nuestras obras, casi todas en Madrid y muchas de rehabilitación, no hay cubiertas verdes ni fachadas vegetales, nunca hubo verdolatría, término que tomo prestado de Alain Roger, ni excitación por lo bioclimático, entendido como un vector de generación de un lenguaje arquitectónico. Con el tiempo suficiente, cuando yo ya no esté, el ojo entrenado sabrá estudiar los valores y la profundidad precisa de las arquitecturas de nuestra época.

Como antes señalabas, a finales de la década de 1990, cuando terminaste la carrera de Arquitectura, habitábamos un mundo muy distinto al de hoy en todos los sentidos. Se ensalzaba la figura del arquitecto autor-celebridad, la tecnología se comprendía como una herramienta que revolucionaría formalmente la arquitectura, la arquitectura se globalizaba y se erigían «íconos» que encarnaban un desmesurado sentimiento de triunfalismo. La crisis de 2008 y, más recientemente, la causada por la COVID-19 han instalado nuevas posturas ideológicas y estéticas en la arquitectura. Un cambio de modelo que se ha implantado de manera absolutamente drástica y abrupta, sin que haya mediado ningún tipo de crítica o revisión de ese anterior paradigma. En tu caso encontramos una trayectoria bien definida desde sus inicios y que se ha mantenido absolutamente coherente a los fundamentos desde los que ha planteado siempre el ejercicio de la arquitectura, pero hoy abundan los perfiles de, llamémosles, «conversos»: arquitectos que en aquellas décadas de abundancia y euforia contribuyeron a los excesos y que hoy son, sin embargo, los más fervientes defensores de lo austero y sostenible. Arquitectos que se adhieren y lucen las etiquetas más comerciales de cada momento y que no se han detenido nunca a reflexionar a fondo sobre sus propias convicciones ni el reconocimiento de sus responsabilidades.

Estás pulsando sobre la tecla de un tema que es muy difícil de defender no sólo en la arquitectura, sino en cualquier otro oficio: el ser coherente a lo largo de una carrera. La coherencia no es un valor que ahora mismo esté al alza. No es muy habitual encontrar personas -en general- que mantengan una actitud o convicción sostenida en el tiempo, concienzudamente. Vivimos tiempos líquidos.

Pero por otro lado, creo que en lugar de fustigarnos tanto, los arquitectos deberíamos también pensar que somos un colectivo que tiene una aproximación a la realidad desde un punto de vista geográfico, urbano, ambiental, social, político, económico, espacial, estético… Hay pocos perfiles equivalentes al del arquitecto en la sociedad, capaces de tener esa visión transversal; por supuesto, dentro del actual marco social y económico, estamos profundamente afectados por otro mal endémico: la precariedad, que hoy está forzando a muchos profesionales que se dedican a la construcción a hacer lo que pueden, en ocasiones sin convicción.

Por raro y escaso, la coherencia es para mí un valor importante en estos tiempos y considero que habría que fomentarlo desde edades muy tempranas. El mundo es cada vez más incoherente y todos somos cada vez más un poco más contradictorios: todos. Intentar mantener hoy conscientemente un cierto grado de coherencia tiene un precio muy alto. Recuerdo hace poco una llamada al estudio de una persona interesada en construir una casa en la zona de Lagos del Serrano en Guillena, Sevilla. Tras ver la “parcela” declinamos el encargo y cualquier tipo de colaboración al tratarse de un área forestal de 178 hectáreas a orillas del Embalse de Cala, parte de la Red Hidrológica de abastecimiento de agua de Sevilla. Hemos rechazado muchos encargos privados por no poder suscribir las condiciones que rodeaban el propio encargo: preferimos no construir.

Este modelo de estudio supone un posicionamiento personal y unas consecuencias en lo económico, pero nos permite mantener el grado de compromiso que requieren -en nuestra opinión- los proyectos de arquitectura que sí decidimos abordar. MADC es un despacho pequeño en la periferia sur de Madrid, orientado hacia la obra pública y vinculado también a la docencia y la investigación. Entendemos que el sector es muy amplio y que hay otras maneras de ejercer la profesión, todas legítimas, nuestro estudio no es fácilmente replicable ni pretende ser un ejemplo de nada. Por suerte, ahora existen nuevos colectivos y perfiles de arquitectos que se dedican a la gestión urbana, al activismo o al diseño de moda, que ejercen desde las instituciones públicas, fundaciones o agencias internacionales, mediadores, artesanos, escenógrafos… Esta transformación del colectivo hacia la diversidad es una de las grandes esperanzas para la arquitectura a medio y largo plazo.

Sin embargo, están esos casos, como antes decía, de metamorfosis ideológicas y estéticas que dudo mucho que comprendan qué significa «arquitectura sostenible» y cuál es esencialmente su propósito. Te dirijo a ti la pregunta, sabedor de tu conocimiento en la materia y tu convencimiento sobre esta forma de hacer arquitectura y posicionar tu responsabilidad como arquitecto, ¿Qué riesgos tiene que personas que adoptan estas tendencias de manera superficial y oportunista se sumen a reivindicaciones como las de la Agenda 2030?

Quienes vivimos en un edificio de vivienda colectiva sabemos lo difícil que es poner de acuerdo a todos los miembros de una comunidad de propietarios para hacer algo. Imaginemos entonces lo complejo que es tratar de poner de acuerdo a 8.000 millones de personas sobre un problema muy grave. Es imposible que 8.000 millones de personas nos pongamos de acuerdo, a no ser que fijemos un plazo suficientemente largo para que se consiga llegar a ese acuerdo dentro de una o dos generaciones.

Cuando era más joven yo tenía un espíritu más reivindicativo, Greta Thunberg también es muy joven ahora. Desde esa perspectiva, lo normal es protestar de forma airada contra la pasividad ante la situación, exigir que las cosas cambien inmediatamente. Y con razón. Pero con el tiempo comprendes que es imposible solucionar con urgencia estos problemas de orden global. Debemos entender que somos la generación a la que va a tocar trabajar más duro, pero que posiblemente no va a ver los resultados de ese esfuerzo. La medición de carbono de la atmósfera va a seguir creciendo a lo largo de los próximos años y sólo si nos ocupamos y esforzamos lo suficiente lograremos que se revierta a finales de siglo.

Las Agendas 2030 y 2050 tienen la intención de que nos activemos ahora con vistas a que algo cambie en el futuro. Algunas consecuencias graves no van a poder evitarse, ya las estamos sufriendo, pero creo que es posible que podamos frenar otras aún por venir.

Aludía antes al periodo de tiempo de un millón de años. El lapso de 25 años del que se habla con frecuencia representa un mero suspiro irrelevante para el clima dentro de esa enorme proporción de tiempo. La meteorología se maneja dentro de esos parámetros breves de horas, días o semanas, el clima supera la vida de varias generaciones y ese es el problema: no es un asunto al que ningún político pueda dar solución durante una legislatura, ni siquiera a lo largo de toda su vida. Entonces, dado que no es un logro tangible que pueda asegurar un triunfo en las urnas, este tema se convierte habitualmente en algo secundario, algo permanentemente pospuesto ante las urgencias cotidianas. Además, hay una parte de la ciudadanía que ve esta problemática como un asunto ideológico, de manera que puede convertirse, paradójicamente, en un factor de división y no de unidad ante la catástrofe.

Las Agendas son necesarias porque asumen perspectivas a largo plazo, que a ello se sumen personas que no creen en ello sería otro debate (habría que demostrar esa falta de convencimiento). Lo sustancial e incuestionable es que necesitamos marcos de corresponsabilidad. Sin embargo, la vida hoy en términos socioeconómicos está instalada en el «ahora mismo». Antes una moda podía durar algunos años, incluso décadas, hoy tiene la duración de una campaña en Instagram. Estamos ante una sociedad que celebra lo fugaz, “el imperio de lo efímero” (en palabras de Lipovetsky), cuando en algunos temas son imprescindibles las visiones a largo plazo.

Has sido presidente de ASA (Asociación Sostenibilidad Arquitectura), ¿Qué pueden aportar organizaciones de este tipo a la hora de mentalizar y preparar a los arquitectos para los cambios que están en ciernes?

ASA nace por impulso del Consejo Superior de Arquitectos de España (CSAE) en el año 2006, es decir: en plena burbuja inmobiliaria. Carlos Hernández Pezzi, que era entonces el presidente del Consejo vio necesario que los arquitectos nos pronunciáramos para alertar sobre aquella situación y tratar de detenerla. Su decisión fue que el Consejo creara una asociación sin ánimo de lucro que pusiera sobre la mesa unos valores alternativos al modelo del crecimiento económico infinito en que vivíamos en aquel periodo. La crisis comenzó en 2008 y yo me incorporé a ASA al año siguiente.

Desde 2018 hasta ahora se ha producido una avalancha de aprobaciones legislativas que afectan al desarrollo de la arquitectura y ahí ASA ha llevado a cabo muy discretamente un trabajo de revisión, alegaciones, propuestas, etcétera, junto al Consejo, muy especialmente en mi etapa junto al presidente Lluís Comerón, al que tanto debemos y de quien tanto aprendí.

Otra de las labores importantes que desarrolla es el trabajo junto a los estudiantes de Arquitectura. En algunas escuelas sigue soslayándose o situando en segundo plano el compromiso socioambiental del arquitecto a través del ejercicio de su profesión. ASA considera clave desempeñar una actividad divulgativa orientada a que los estudiantes comprendan que es necesario cambiar las dinámicas del ejercicio de la arquitectura. Resulta increíble decir esto, pero hay escuelas que en 2023 todavía hoy, no consideran esta necesidad como algo urgente.

Colaboración institucional y pedagogía son, a mi parecer, las dos principales funciones que cumple ASA en el contexto español, al margen de consultoría, ayuda a los socios, colaboración con asociaciones e instituciones con los que comparte intereses…

En la portada de tu libro Párrafos de Arquitectura. Core[oh]grafías (Ediciones Asimétricas, 2016) escribes que la arquitectura es «una de las más hermosas formas de conocimiento». Individualmente concentras muy diferentes facetas: divulgador, profesor, investigador… ¿Cuáles son los temas que, además de la sostenibilidad, te parecen cruciales en y para la arquitectura?

En el estudio siempre decimos que no estamos excesivamente interesados en el edificio como hecho aislado. Sabemos, como profesión, hacer un edificio de consumo nulo, un edificio icónico, un edificio tecnológico (que no inteligente). Sin embargo, si cambiamos la palabra «edificio» por «ciudad», veremos que no está tan claro cómo hacer una ciudad sostenible o una ciudad solidaria o una ciudad asequible o una ciudad en connivencia con el mundo rural. La ciudad se ha convertido en el gran reto de nuestra época, suelo citar a Pier Vittorio Aureli cuando dice que “la ciudad es el único objeto y método para la investigación arquitectónica”. La escala urbana y el diseño del espacio público son dos de nuestros grandes intereses como arquitectos.

Una de las primeras cosas que nos planteamos al comenzar a diseñar un edificio es el espacio urbano que va a generar, la ciudad, por sus importantes condicionantes sociales. Hace un par de años creamos un grupo de investigación llamado «Mal acompañadas» que reflexiona sobre la calidad de vida en sociedades longevas y qué papel va a tener la arquitectura en ello.

En nuestro trabajo leo un cierto compromiso social, ambiental y urbano para el que la arquitectura es un instrumento; también la arquitectura es un activo cultural, genera sentimiento de pertenencia, armonía, luz, en algunos casos hablaríamos incluso de belleza. En la arquitectura confluyen numerosísimos aspectos y creo que la palabra «compromiso», al igual que sucede con el término «coherencia» que antes mencionábamos, es también un concepto para reivindicar: el compromiso es aquello que hace que tu trabajo sea estimulante.

El compromiso es aquello que convierte tu trabajo en algo muy distinto al acto mecánico de medir un solar, agotar una edificabilidad y obtener el máximo de metros cuadrados cumpliendo la normativa y engrosando las cuentas de resultados de algunas empresas promotoras y constructoras. Algo legítimo, pero que a mi parecer es limitado y deja en el aire cuestiones importantes. Frente a esa visión “eficentrista” de la edificación, está esa otra actitud preocupada por cómo la arquitectura afecta y se relaciona con las personas, cómo afecta a la salud o desde un punto medioambiental a la ciudad, cómo se comportará ante un escenario climático incierto… Por eso, siempre me gusta bromear, haciendo un juego de palabras, con el término «unidad de habitación» de Le Corbusier, para decir “«unidad de habi(li)tación», porque la arquitectura siempre habilita, siempre da más: puede ser un recuperador de agua, un lugar de encuentro contra la soledad, un entorno saludable, un lugar que aporte frescor en el entorno y calor humano a una comunidad, un generador de energía renovable, una fuente de bienestar… y también todo lo contrario: un edificio puede ser un depredador de agua y energía, un lugar que potencie el efecto isla de calor, que refleje el sol y haga más hostil aún el espacio público, puede incorporar pinchos para evitar que las personas sin techo puedan usarla en las noches más crudas del invierno…

La arquitectura puede ser todo lo terrible o hermosa y amable que queramos: la arquitectura puede ser un contrapoder.  Nosotros nos movemos en ese delgada línea de acción que aborda la arquitectura como algo que implica mucho tiempo, materia y energía en su creación y que merece ser madurado como un cuerpo capaz de generar una influencia positiva en su entorno. Y ese compromiso llega a convertirse en una pulsión que comparten también todas las personas que forman el equipo de este pequeño estudio, nuestros familiares, amigos, clientes, colaboradores… Trabajamos de manera sencilla pero concienzuda en proyectos concretos desde los que es posible invertir en escalas sucesivamente más grandes.

De ahí vuestra orientación esencial hacia los concursos públicos.

El concurso público que nos interesa es aquel en el que advertimos un cierto atisbo de inteligencia colectiva: aquellos que solicitan que se mejore el espacio público, que se recupere y recicle el agua, que invitan a que el arquitecto piense cómo puede mejorar la ciudad a través de su servicio, que plantean cómo hacer el espacio público un lugar que brinde mayor sensación de seguridad, que haya bancos para las personas mayores… Cuando lees unas bases de concurso orientadas a este tipo de objetivos te emocionas porque comprendes que al otro lado hay alguien trabajando por lo público, alguien que nos necesita como colectivo. Estos son los concursos que nos interesan, aquellos que te permiten trabajar en la construcción de algo con lo que te sientes identificado personal y profesionalmente.

Un proyecto público ocupa seis u ocho años de tu vida. Tengo cerca de 50 años, lo cual significa que posiblemente tenga por delante -con suerte- cuatro o cinco proyectos más en lo que me queda de carrera y me satisface pensar en el hecho de que mi futuro pueda ser solo esto: realizar cuatro o cinco proyectos públicos más. Mi aspiración no es desarrollar una trayectoria repleta de un gran número de edificios, solo aquellos que realmente merezcan la pena, los justos.

Alejandro de la Sota afirmaba que la arquitectura cambia cuando se producen nuevos materiales. Mirando a la arquitectura con responsabilidad y optimismo, en tu opinión, ¿Cuáles son los cambios que podemos prever con vistas a la segunda parte del siglo XXI?

El cambio que vaya a producirse en la arquitectura va a ser de índole sistémica y material. Ahora mismo se habla de materiales cultivados, recuperados, sintetizados, regeneradores…Hay toda una nueva colección de materiales: de utilizarlos todos a la vez, harían que un edificio se pareciera más a un bosque que a una fábrica, en términos de organismo en funcionamiento. A ello se suma una generación de energía in situ que va a posibilitar un consumo de energía cero, sea a nivel de barrio o de edificio. Materia y energía son los dos elementos con los que ya no podemos trabajar igual que en el siglo XX.

Cambiar la materia y el pool energético de un edificio repercute directamente en el diseño, pero no creo que esto signifique que vaya a surgir un nuevo lenguaje, como se decía en los años 2000. Un nuevo escenario de sostenibilidad va a dar lugar a una nueva arquitectura, pero que no debemos imaginar como una transformación radical. A veces parece que debemos tomar un folio en blanco y sentirnos obligados a generar la nueva arquitectura en torno al BIM, a la Inteligencia Artificial, al Machine Learning, a la novedad de turno. Sin embargo, la arquitectura nunca ha funcionado así. Frank Lloyd Wright decía que la arquitectura es como un círculo y todo lo que está en el perímetro va muy deprisa, pero que lo que está en su centro prácticamente no se mueve. Y lo que hay en ese centro es la necesidad de tomar el sol, dormir por la noche, preparar nuestra comida, lavar nuestro cuerpo…

Pienso que la arquitectura del siglo XXI va a tener que ir añadiendo capas lentamente, y esas capas irán produciendo pequeñas modificaciones. Quizá no sea la persona más indicada para opinar sobre futuros lejanos de manera excitante. Soy alguien que cree más en la evolución que en la revolución. Si alguien me ofreciera elegir entre ser testigo del momento en que la Inteligencia Artificial nos presente en Tik Tok un algoritmo musical creado en el Metaverso; o en su lugar, asistir a la primera representación de ópera en el Teatro San Cassiano de Venecia en 1637, aunque fuera en el último banco, yo elegiría lo segundo. ¡Buscaría por allí al bueno de Monteverdi! (risas).

Creo en la evolución lenta de las cosas. La lentitud me parece hoy un acto revolucionario.