Entrevista por Fredy Massad

Emilio Tuñón acaba de recibir el Premio Nacional de Arquitectura 2022, un galardón más que merecido por su trayectoria profesional y docente. Su trabajo junto a Luis Moreno Mansilla, prematuramente fallecido en 2010, y su posterior labor en solitario lo afirman como uno de los más importantes arquitectos europeos. Su arquitectura siempre ha sido autoexigente y seria, pero dotada también de una vertiente de lúdica inteligencia que ha permeado constantemente su trabajo.

Acabas de recibir el Premio Nacional de Arquitectura. ¿Cómo te sientes ante esta noticia?

Pienso en otras personas que también son muy merecedoras de él. Y sobre todo pienso en Luis, mi querido Luis. Este es un galardón nominal y que siempre reconoce a un arquitecto vivo, pero lo recibo considerándolo indudablemente un premio para los dos.

¿La contribución de Luis a la definición de la identidad de vuestra arquitectura sigue siendo un rasgo firme del trabajo que tú has continuado?  

Siempre decíamos que habíamos aprendido una forma de trabajar en el tiempo que pasamos junto a Rafael Moneo. Luis y yo éramos muy diferentes. Su cumpleaños era el 1 de julio y el mío es el 1 de enero; éramos signos opuestos en el zodíaco, pero las diferencias de carácter nos complementaban y contábamos además con ese método, aprendido junto a Moneo, que nos permitía trabajar juntos

Ese sistema que aprendimos es el que se mantiene. Un sistema que tiene que ver con la honradez con que la que uno trata de enfrentarse a cada trabajo.

Se mantiene también una forma de comprender cómo acometer las obras en relación a la ciudad. Recuerdo que en nuestros comienzos pasábamos días enteros dibujando la ciudad y esos dibujos de la ciudad donde íbamos a intervenir nos ayudaban mucho a comprenderla. Siempre mantuvimos el empeño de comprender bien las ciudades y cómo las personas entienden la ciudad.

Otro rasgo es una cuestión constructiva que atañe en cierto sentido a la condición formal, la manera en que se expresa la arquitectura, y que nuestro caso se ha basado siempre en rehuir de los grandes excesos, ser razonable y establecer vínculos con la tradición de la arquitectura contemporánea.

Auditorio de León. Foto de Luis Asin

En su momento, fuisteis representantes de una generación que podríamos denominar “de transición”. La generación que fue puente entre los grandes maestros más vinculados a la modernidad y la generación más contemporánea. En mi opinión, creo que Mansilla y Tuñón, como también posiblemente Enric Miralles, incorporaron una dimensión más lúdica, una perspectiva que desencorsetó a la arquitectura de la cierta severidad y elevado rigor característicos  de la de los arquitectos de generaciones inmediatamente anteriores.

Así es. Puede decirse que en cierto momento representamos una arquitectura de optimismo. Luis y yo estudiamos el bachillerato durante la dictadura, entramos en la universidad cuando esta finaliza y la finalizamos cuando la democracia estaba ya dando sus primeros pasos. Esto sin duda inoculó en nosotros una actitud optimista.

Has dado exactamente en el clavo al nombrar a Enric Miralles porque, como él, nosotros entendimos también que existía esa vertiente más lúdica de la arquitectura. Es un tema que conversábamos a menudo con él. Nos gustaba esa dimensión desenfadada que él tenía, como cuando explicaba aquel proyecto cuya planta había funcionado mejor al cambiarla de lugar y darle la vuelta.

Nos dábamos cuenta de que en la arquitectura, además de su vertiente de servicio a la sociedad, podían aparecer también esas obsesiones privadas. Siempre hablamos de la coincidencia entre obsesiones privadas y necesidades públicas de la que hablaba el filósofo Richard Rorty. Las obsesiones privadas tienen que ver con ese juego, con la posibilidad de divertirse y entretenerse. Después está esa preocupación por la cuestión pública, que tiene que ver con nuestra formación más estricta y disciplinar con Moneo y que nos lleva a tratar de descubrir qué es lo que la ciudad, la sociedad o la persona necesitan en cada momento de la arquitectura, haciendo también que nos esforcemos en todo momento por construir una arquitectura que se caracteriza por ser muy seria y estable.

Y fundamentada en un sólido conocimiento de la historia de la arquitectura. Poseer ese fundamento es lo que permite introducir con inteligencia y provecho esa dimensión del juego.

Quienes fuimos seguidores de Rafael Moneo, tanto en Madrid como en Barcelona (el propio Miralles se consideraba discípulo suyo), teníamos muy presente la historia. Del aprendizaje junto a él forma parte la idea de que la historia es una línea continua en la que se producen grandes movimientos, los cuales no hay que entender como grandes rupturas.

Nos agrada esa idea de la continuidad y siempre hemos pensado que nuestra arquitectura debía guardar un vínculo con todo aquello pasado. Hemos trabajado siempre con la sensación de ser remeros: avanzando a proa, pero con la mirada a popa.

Mi impresión es que la educación universitaria hoy está tendiendo a opacar esa presencia e importancia de la historia. Hoy se cree innovar con cuestiones que un pequeño vistazo atrás revelaría que ya fueron pensadas y hechas. Predomina un cierto adanismo, algo muy distinto a la audacia con la que la modernidad se erigía como una ruptura con el pasado. ¿Detectas en este panorama actual motivaciones intelectuales comparables a las que a finales de la década de 1990 os impulsaron a Luis y a ti a crear Circo, una pequeña revista en papel sobre pensamiento y reflexión que destacaba en un momento en que comenzaba ya a imponerse la primacía de la tecnología digital?

Circo es el fruto de un momento en que, éramos unos críos, y nos encontrábamos preparando unas clases para la escuela, al igual que otros compañeros. Se nos ocurrió entonces recoger esas comunicaciones, que todos preparábamos muy ilusionados, en pequeñas publicaciones.

Hoy, me temo que debido a una cierta condición de lo digital, la gente lee cada vez menos. Se leen menos libros, la comunicación es más rápida…No obstante, la digitalización ha potenciado condiciones que me parecen interesantes, como la agilidad de las redes para facilitarte información sobre proyectos que están realizándose en lugares alejados y que posiblemente de otro modo no hubieras podido llegar a conocer, ya que son proyectos que a veces no tienen cabida en una revista; pero es verdad esto ha apagado también de algún modo una cierta vocación intelectual.

A esto se suma el problema que supone construirse una autobiografía que permita alcanzar logros lo más velozmente posible. Es un tipo de construcción autobiográfica distinta a la que siempre ha existido en la arquitectura (Le Corbusier, por ejemplo, construyó muy cuidadosa e intencionadamente su biografía) porque su finalidad esencial hoy es acceder a plazas de profesorado y otro tipo de beneficios. Esto ha supuesto una hiperintelectualización de los artículos que se escriben, textos que aparecen a su vez en revistas extremadamente sesudas y que son tremendamente sofisticados y carentes de cualquier conexión con la vida y la realidad. Que no haya unos soportes más directos, más llanos, me preocupa.

Dicho esto, también me parece justo reconocer que hacemos generalizaciones porque nos facilitan la comprensión del mundo, pero la realidad es que es posible encontrar a personas jóvenes con preocupación y motivaciones intelectuales. Hablaba hace unos días con unos profesores de la Escuela de Arquitectura de Madrid que estaban pensando en crear una plataforma similar, una publicación pequeña, y me preguntaban cómo habíamos hecho Circo.

Creo que sería interesante regresar a lo analógico. El soporte digital es veloz, pero el analógico servía para articular el pensamiento de otra manera. Antes, las revistas tenían un enfoque intelectual concreto; hoy, las revistas tienen una perspectiva panorámica.

Archivo y Biblioteca El Aguila, Madrid. Foto de Luis Asin

La democratización que la red ofrecía ha supuesto el incremento exponencial de la cantidad de información disponible; sin embargo, parece haber venido en detrimento de la capacidad de análisis de dicha información. Parece prevalecer el criterio de que todo es publicable y se ha perdido así la figura del buen editor, aquel que tenía claro un proyecto intelectual que se materializaba en una publicación. Quizá hoy hay demasiado ruido.

Ese es exactamente el problema.

Por una parte puede resultar muy interesante descubrir una pequeña casa en ladrillo construida por un arquitecto coreano, por ejemplo; pero es verdad que se echa de menos un trabajo más cuidado de selección, porque esa selección a veces peca de eso que aún lastramos como herencia: el star-system.

La construcción del star-system fue una construcción posterior a la posmodernidad. Oscar Tusquets lo explicaba con la imagen de doce arquitectos viajando dentro de una furgoneta. En el momento en que otro arquitecto quería entrar, uno de los doce que iban dentro debía salir. Eso es lo que hemos visto en las últimas décadas: un grupo de doce figuras que estaban construyendo en todas partes. Frente a eso, surge esta democratización en los medios digitales; sin embargo, cuando uno observa con atención, comprueba cómo ese star-system continúa sobrevolándolo todo.

Yo soy omnívoro y me parece interesante poder verlo todo pero, si tengo que decantarme, me parece mejor que esa información panorámica conviva con una cierta condición curatorial basada en los criterios de un editor.

El periodo de mayor auge del star-system comportó la construcción incesante de edificios considerados “iconos”. Yo fui muy crítico con esta obsesión por el ícono en su momento, ya que entendía que perjudicaba gravemente en muchos sentidos a la arquitectura y su papel como agente social y cultural. No obstante, actualmente empiezo a percibir como un problema justo la falta de ambición icónica de los edificios. Por supuesto, sigue pareciéndome un sinsentido reprobable la idea del ícono por el ícono que hacía de los edificios una especie de exuberante objeto de lujo, pero creo que esta tendencia hacia la austeridad formal, fruto de la crisis económica de 2008 y los cambios ideológicos (hoy centrados en la preservación medioambiental y la sostenibilidad), ha llevado a los arquitectos a rechazar o evitar la dimensión simbólica y representativa que, en un buen sentido, un edificio puede ofrecer. ¿Crees que es momento de repensar el significado del concepto ‘iconicidad’?

En el periodo que podemos situar entre 2008 y 2012 los arquitectos comprendimos que la gran prosperidad había terminado y fue llegando esa arquitectura más discreta. Es cierto que la arquitectura comenzó a perder su voluntad icónica, aunque la arquitectura, digamos, gris siempre ha existido. Siempre se han construido edificios anodinos, con poca personalidad. Los íconos tenían un punto interesante cuando funcionaban bien, eso me parece innegable. El Guggenheim Bilbao fue un éxito inmenso y hoy continúa pareciendo un edificio excepcional, que fue capaz de dar una vuelta interesantísima a la ciudad; pero fue un exceso esa obsesión por llenar todos los pueblos y ciudades de guggenheims. La arquitectura sin personalidad es tan desastrosa como esa saturación. Es necesario encontrar el punto de equilibrio, saber reconocer cuándo la arquitectura requiere una presencia marcada y cuándo requiere discreción.

En mi opinión, la buena arquitectura siempre reclama mucha personalidad. Por supuesto que la arquitectura debe servir a las necesidades públicas, pero deber haber algo personal que el arquitecto aporte a la ciudad, a la forma de utilizar un edificio, a la manera de entender la arquitectura y de elaborar un discurso… Es eso que antes comentábamos respecto a las necesidades públicas y las obsesiones privadas. Es necesario que esa personalidad exista, de lo contrario la ciudad se convertirá en un territorio totalmente intrascendente.

Seguramente aquello de lo que pecaron todos aquellos íconos firmados por arquitectos-estrella era que se trataba de edificios hechos para ser admirados. El edificio debe ser también un punto desde el cual se pueda admirar y vincularse con la ciudad. El ícono, el edificio-estrella, tenía el inmenso defecto de ser un objeto profundamente individualista y narcisista. En 2006, el MoMA acogió la exposición On-Site: New Architecture in Spain, que de alguna manera venía a ser como una exaltación de esa idea absurda que tú acabas de señalar de contar con un guggenheim en cada pueblo y aldea. Pero hoy, como en respuesta, parecemos habernos ido al otro extremo.

Pero creo que hay que señalar que mucha de esa arquitectura silenciosa que surge puede considerarse valiosa por sus pequeños matices, que ofrece placeres que podríamos denominar más sibaritas. Pueden ser arquitecturas muy discretas donde lo interesante es la interpretación posterior de la ciudad que hace a través de ellas, la interpretación de los sistemas constructivos…

Lo cierto es que es curioso que me hayas planteado este tema, ya que esa anulación del ícono por el ícono es algo en lo que estaba reflexionando días atrás y pensaba que, si persistimos en esta actitud, acabaremos convirtiendo la ciudad en algo totalmente plano.

Coincido contigo en que, de vez en cuando, la iconicidad es algo que hace falta. El error en aquellos tiempos de prosperidad económica fue pensar que cualquier arquitecto, en cualquier situación, debía construir un ícono. Purgado ese periodo, hoy creo que el arquitecto comprende que debe ser sensible respecto a la sociedad y ser capaz de saber cuándo tienen que aparecer estos elementos que poseen una mayor capacidad de identificación colectiva.

Te he escuchado contar en varias ocasiones que la Mezquita de Córdoba era tu edificio favorito en tu juventud y que, posteriormente, se convirtió en una influencia para la arquitectura de Mansilla y Tuñón.

La Mezquita tiene también para mí un gran valor sentimental, ya que fue mi padre quien me llevó a visitarla cuando tenía ocho años. Recuerdo que fue una experiencia impresionante, porque me hizo encontrarme en un espacio que no era comparable a ningún otro que yo hubiera conocido hasta entonces. Con los años comprendí que se trataba justamente de eso. La Mezquita es un sistema constructivo bastante discreto en tamaño y forma que establece relación con los elementos de su alrededor, permitiendo también sucesivas ampliaciones. En cierto sentido, se podría decir que es una arquitectura anti-icónica. Es una arquitectura de la construcción, de sistemas, de la relación entre los elementos y de la formación del espacio por la adición. Es la antítesis de la arquitectura del perfil, del gesto, y, sin embargo, pasados los siglos, acabó convirtiéndose en un edificio absolutamente emblemático.

¿Cuál es el edificio de vuestra trayectoria en el que te reconoces mejor representado?

Creo que toda la serie de edificios que hemos construido ha formado una familia bastante interesante.

El Hotel y Restaurante Atrio en Cáceres es un edificio al que Luis y yo siempre le tuvimos especial cariño. Arrancó con bastantes problemas, pero luego fue construido con mucho mimo y nos abrió las puertas a realizar más proyectos en Cáceres. Con el pasar de los años sigue pareciéndome un edificio impecable. La gente llega a él y disfruta, el edificio acompaña la vocación de agradar que tienen los propietarios del hotel y restaurante. Confirmar esto me resulta muy gratificante.

Hotel y Restaurante Atrio en Cáceres. Foto de Luis Asin

También el MUSAC es un edificio importante para nosotros, que me gusta por esa dinámica constante de exposiciones que acoge. Y el Museo de Zamora sigue fascinándome todavía, porque no entiendo cómo llegamos a hacer tan mal esos hormigones.

MUSAC en León. Foto de Luis Asin

Sería, pues, un conjunto de tres momentos diferentes: el primario, que fue el Museo de Zamora; el más elaborado, el MUSAC; y el final, el último edificio que hice junto a Luis, Atrio.

Museo de Zamora

Mencionabas ese primer rechazo que hubo al proyecto de Atrio y que os forzó a modificarlo. Esto es algo que habla de vuestro buen saber del oficio, vuestra capacidad para enmendar el planteamiento de un proyecto.

Hay que ser humilde porque que más de 11.000 personas, de las 100.00 que residen en una localidad, firmen un documento en señal de protesta contra la construcción de un edificio representa un porcentaje altísimo de oposición. Los propietarios del edificio decidieron entonces no construirlo y, al cabo de un año, les insté a no rendirnos. Su ilusión era integrar el casco histórico de Cáceres con ese hotel-restaurante.

Me reuní con todas las asociaciones que habían liderado la protesta y entendí su principal motivo de queja: para ellos, las piedras de la ciudad son sagradas, intocables, y consideraban imposible construir más. Tras estas conversaciones, vimos claramente que el problema era resoluble. Había que modificar aquella arquitectura que inicialmente habíamos planteado Luis y yo y que se posicionaba con una cierta actitud de ‘sacar pecho’. Al escuchar a las personas y sus argumentos, perfectamente razonables, comprendimos que había que cambiar de tono. Hicimos entonces un ejercicio que muchos entonces consideraron hasta demasiado discreto. Y es así, un edificio muy discreto, pero que ofrece una sensación muy placentera en su interior, de un cierto hedonismo contenido.

Fue un pequeño tropiezo que creo que nos vino muy bien como una forma de baño de humildad, porque nos hizo comprender que es muy necesario escuchar a la gente y admitir que los arquitectos no somos tan listos como nos creemos. Este factor es uno de los que hacen de Atrio una de mis obras favoritas.

Para concluir en esa cuestión lúdica de la que hablábamos al comienzo, pensaba en el traslado de las letras que formaban el rótulo del Museo de Castellón en camiones, cada uno de los cuales transportaba una letra, y que hicieron el trayecto por la autopista en orden, uno tras otro, de manera que pudiera leerse claramente la palabra “MUSEU” a lo largo de este. Era un modo, digamos, performático y lúdico de contar la arquitectura, pero con un fundamento de fondo muy serio. Quizá esa seriedad a la hora de plantear los juegos es algo que en años posteriores la arquitectura ha perdido, pese a los ejercicios experimentales y performáticos que muchas veces ha querido plantear como territorio de reflexión.

Nuestra intención en ese proyecto era instalar unas vigas sobre las que situar las letras extrusionadas y que sirvieran como lucernario para la sala de arqueología del museo. Era algo que queríamos llevar a cabo in situ, pero el constructor nos hizo ver que era imposible y nos recomendó prefabricarlas en Madrid. Recuerdo que Luis y yo nos miramos y respondimos: «De acuerdo, pero con una condición. Las letras se traerán todas el mismo día en cinco camiones que habrán de recorrer el trayecto sin desordenar la palabra.» Aceptaron.

Cuando los camioneros llegaron el día del transporte a las 5 de la mañana, preparados para el trayecto de 10 horas, al saber las condiciones pensaron: «Estos arquitectos son idiotas». Sin embargo, a mitad de camino estaban absolutamente entusiasmados y disfrutando la gracia del asunto. Los otros conductores que iban por la carretera, miraban y se preguntaban qué era aquello, porque la palabra destacaba y se leía perfectamente en medio de todo aquel paisaje.

Letras MUSEU. Foto de Luis Asin

Fue una acción que consistió en llevar la arquitectura a través del paisaje mediante una palabra que era capaz de contar lo que iba a ocurrir, lo que permitió que el museo recibiera atención y tuviera repercusión antes de que hubiera terminado su construcción.

Museo de Castellón. Foto de Luis Asin

¿Y de dónde surgió la idea de usar las letras como protagonistas de esta acción?

En mi época en el estudio de Rafael Moneo me tocó trabajar con las letras de los rótulos que iban a llevar algunos proyectos, como el Museo de Mérida y el Banco de España. Esto nos llevó de alguna manera a lo pop y al hecho de que las cosas cobran existencia cuando se las nombra.

Para el rótulo del Museo de Zamora nos inspiramos en unas cercas que las personas del lugar utilizaban antaño para secar la ropa. Pusimos las letras curvadas, como si también fuera ropa tendida. Y es muy hermoso porque desde la parte alta de la ciudad se ven las letras, como tumbadas. A partir de ahí, todos nuestros proyectos tenían sus letras. Quizá es algo que hoy ya no están tan presente, pero en su momento fue una obsesión divertida.